La luz interior Aquella mañana, cuando fuimos a la ecografía rutinaria, nunca imaginé que mi vida cambiaría para siempre.
Hasta entonces, todo había transcurrido como en un cuento de hadas: palabras amables, sonrisas tranquilizadoras, el ritmo constante del pequeño corazón que latía dentro de mí. Pero esa vez, algo era diferente.
En la pantalla apareció una imagen que me dejó sin aliento. Mi corazón se aceleró mientras el médico se detenía de repente y lanzaba una mirada fugaz e insegura a su asistente. El silencio en la sala era más pesado que cualquier palabra.
Recuerdo con claridad el momento en que Thomas y yo vimos la prueba de embarazo positiva. Me temblaban las manos. Durante semanas había imaginado ese instante, pero la realidad era aún más abrumadora de lo que había soñado.
Por las noches, Thomas solía posar su mano sobre mi vientre y susurrar: «Va a suceder de verdad».
Cuando llegó la duodécima semana, nos esperaba la primera gran revisión. Yo estaba tumbada en la camilla, y Thomas sostenía mi mano con una sonrisa nerviosa. El Dr. Moro entró con su habitual calma; su voz sonaba segura y experta.
—Veamos… el latido es fuerte… Un momento, son dos.
—¿Gemelos? —balbuceé.
—Sí —respondió sonriendo—. Estás esperando gemelos.
Thomas soltó una risa nerviosa. —¡Lo sabía! No me extraña que últimamente comas el doble.
Pero antes de que la risa se apagara, la expresión del médico cambió. Se inclinó hacia la pantalla y frunció el ceño.
—¿Qué ocurre? —susurré.
—No estoy seguro —murmuró—. No es nada peligroso, pero nunca había visto algo así.
Entre los dos bebés brillaba algo: un objeto ovalado con un tenue resplandor. Metálico, extraño, y sin embargo, increíblemente sereno. Durante semanas nos sometimos a innumerables pruebas: ecografías, resonancias, análisis genéticos. Todo estaba bien. Los bebés se desarrollaban perfectamente. Y, sin embargo, ese misterioso objeto seguía ahí.
Entonces comenzaron los sueños.
Noche tras noche, veía a nuestros gemelos sosteniendo entre ellos una esfera que pulsaba suavemente, una luz que iluminaba sus rostros y sumía el mundo alrededor en un silencio absoluto. Una mañana, Thomas dijo: —He soñado… llevaban una luz en las manos y no querían soltarla. Me quedé paralizada. Era el mismo sueño.
Meses después, en un soleado día de mayo, di a luz a nuestros milagros: Camille y Julien.
Eran perfectos. Pero al examinar la placenta, el misterioso objeto había desaparecido, como si nunca hubiera existido.
Con los años, descubrimos que entre ellos existía una conexión indescriptible. Reían juntos, lloraban juntos… y con solo una mirada se calmaban mutuamente.
Una vez escribí en mi diario: «Hoy los dos miraron la lámpara al mismo tiempo y sonrieron». Años más tarde, una noche, Camille me miró con seriedad y preguntó: —Mamá, ¿qué era esa cosita que teníamos dentro?
Me quedé pensativa. No había palabras que lo explicaran. —Es un secreto —le dije finalmente—. Un regalo que trajisteis al mundo. Ella sonrió. —Creo que todavía está ahí.
Thomas estaba en la puerta y asintió en silencio. En ese instante comprendí que hay cosas que ni la medicina ni la ciencia pueden explicar, cosas que viven en el espacio invisible entre los corazones. En el amor. En el silencioso resplandor de los pequeños milagros.