Un viejo sofá, un secreto y la decisión más importante de su vida. Kirill solo tenía diez años, pero aquel día sintió que había cruzado a otro mundo.
Todo comenzó con un sofá desgastado: manchado, polvoriento, aparentemente insignificante. Sin embargo, cuando descubrió la caja que su abuela había escondido en su interior, comprendió que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.
Los transportistas acababan de dejar el mueble en el pequeño apartamento y el golpe sordo aún resonaba en las paredes. Kirill se quedó frente a él, con los dedos ligeramente temblorosos, contemplando aquel objeto familiar.
—Echaré mucho de menos a la abuela —susurró, acariciando suavemente la tela—.
Su mano se detuvo en una mancha oscura, recuerdo de un día lejano en que había derramado zumo sobre el sofá. Entonces había llorado, pero su abuela había reído.
—Ah, hijo mío —le había dicho—, los muebles cuentan historias. Y esta es una de las nuestras.
Hoy, sin embargo, el sofá guardaba otra historia.
—¿Por qué echas de menos a esa vieja bruja? ¡No te dejó más que cosas viejas! —la voz áspera de su padre rompió el silencio. Kirill se estremeció cuando él dio una patada al borde del sofá.
—No son cosas viejas —susurró Kirill con firmeza—. Es… la abuela. Es un recuerdo. Algo insustituible.
Su padre se rió con desdén.
—Recuerdos. No te servirán de nada cuando crezcas. Ella te alejó de mí, Kirill. No lo olvides. Hizo todo lo posible por separarnos.
Kirill bajó la cabeza, con el corazón encogido. Quería creerle. Quería quedarse con él.
Y entonces sucedió. Al sentarse en el sofá, sintió algo extraño: un objeto duro escondido bajo los cojines. La curiosidad lo embargó, mezclada con una emoción inexplicable.
—¡Hay algo dentro! —exclamó, apartando los cojines. Pero su padre, absorto frente al televisor con una cerveza en la mano, no le prestó atención. Con las manos temblorosas, Kirill tomó unas tijeras y, con cuidado, cortó la costura de la tela hasta que apareció una pequeña caja envuelta en cinta adhesiva.
«Para Kirill», decía en el exterior, con la letra temblorosa de su abuela. Por un instante dudó: era como sostener un pedazo de ella, un último regalo solo para él.
Respirando hondo, despegó la cinta y abrió la caja. Dentro encontró una carta, con aroma a lavanda, y varios documentos importantes. Pero sus ojos se fijaron en la carta, como si contuviera magia.
“Mi querido Kirill:
si estás leyendo esto, es porque ya no estoy contigo. Pero siento que percibes mi amor, que siempre estará a tu lado. Perdóname por dejarte con esta carga, pero se trata de tu vida, tu futuro, tus sueños… y de la verdad sobre tu padre.”
El corazón de Kirill se aceleró. Las palabras de su abuela parecían atravesar el tiempo, hablándole directamente. Mientras leía, se desplegaba ante él la historia que ella había querido contarle: sus preocupaciones, su intento de protegerlo, aunque eso le costara enemigos.
—Tu padre no es quien aparenta ser, Kirill. Solo quiere usarte, porque tú tienes la llave de una herencia que no le pertenece. Pero tú vales mucho más. Quédate con quienes te aman de verdad, con quienes buscan lo mejor para ti.
Quédate con Denisa y Mikhail. Ellos son tu familia, como yo siempre lo he sido.
Kirill se quedó paralizado. La carta temblaba en sus manos. Su abuela lo había amado incondicionalmente. Pero, ¿y si tenía razón? ¿Y si su padre solo lo veía como un medio para sus propios fines?
Con un profundo suspiro, dobló la carta y la guardó en el bolsillo. Sus ojos se posaron en los documentos de la caja: papeles legales que apenas comprendía, pero que dejaban claro algo: tenía que tomar una decisión.
Miró a su padre, sumido en su propia realidad, y la cálida sensación de esperanza en su pecho se convirtió en una certeza fría y dura: la elección era suya. Y cambiaría todo.