En 1941, un hombre exploraba la isla Kupriyanov en Alaska en busca de metales preciosos. Mientras caminaba tranquilamente por la orilla de un río, percibió una agitación entre los árboles. Para su horror, al otro lado, una enorme loba lo observaba, atrapada en una trampa de la que no podía escapar. Al acercarse, el hombre notó que la loba tenía los pezones hinchados, señal de que acababa de dar a luz. Entendió que los cachorros debían estar cerca, esperando a su madre. Decidió buscar a los pequeños primero, antes de decidir qué hacer con la loba.
Era invierno, y la nieve cubría todo el terreno, facilitando seguir las huellas que lo llevaron hasta la guarida de la loba, escondida entre los arbustos. Allí, encontró a los cachorros, hambrientos pero a salvo. Sin dudarlo, los metió en un saco y los llevó con su madre.
En cuanto los cachorros olieron a la loba y vieron acercarse al hombre, corrieron hacia ella para mamar desesperadamente.
Sin embargo, la situación de la loba era crítica: la trampa seguía dañando su pata, y ella, desconfiada, mostraba agresividad cada vez que el hombre intentaba acercarse.
Recordando haber visto un ciervo muerto en el camino, el hombre regresó a buscar un poco de carne para ofrecerle. Al llegar la noche, decidió quedarse cerca y construyó un refugio improvisado con ramas.
A la mañana siguiente, los cachorros lo despertaron, lamiéndole las manos y la cara. Pero la loba aún no confiaba en él. El hombre comprendió que debía ganarse su confianza para liberarla. Alimentó y jugó con los cachorros, demostrando que no les haría daño.
Al finalizar el segundo día, su paciencia comenzaba a dar resultados. La loba, que al principio se mostraba agresiva, ya movía la cola. Al tercer día, el hombre se acercó despacio, se agachó y logró acariciarla. Era el momento de liberarla.
Con cuidado, presionó la trampa y la soltó. La loba, aunque dolorida, no huyó. En lugar de eso, se acercó al hombre y bajó la cabeza en señal de agradecimiento. La manada estaba a salvo, y el hombre continuó su camino, dejando que la loba cuidara de sus crías.
Cuatro años después, el hombre volvió a la isla y decidió visitar el lugar donde había visto por última vez a los lobos. Desde lo alto de una colina, escuchó un aullido lejano. Una silueta se aproximaba. Aunque al principio se asustó, pronto reconoció a la loba, que se le acercó moviendo la cola, aullando en señal de alegría.
Entonces, otro grupo de lobos apareció en una cresta cercana. Probablemente eran los cachorros, ya crecidos. La loba corrió hacia ellos, y esa fue la última vez que el hombre y los lobos se encontraron. Cada vez que escuchaba un aullido, recordaba aquella historia con ternura, un testimonio de la improbable amistad entre un hombre y un animal salvaje.